"Toma un círculo, acarícialo y se convertirá en un círculo vicioso"
La cantante calva.
La primera vez que tomé entre mis manos este libro, referente de uno de los padres del teatro del absurdo, me impresionó. Recuerdo esa extraña sensación de vacío que produjo impasible en mi interior. Lo absurdo es lo temidamente real, pensé. No estamos tan lejos de aquel simbolismo dramático abnegado a la inherencia del vacío existencialista.
El círculo vicioso existe, y seguimos aferrándonos a él como medio de supervivencia pasiva referencial. Desde que llegamos al mundo envueltos en un halo de inocencia nos enseñan que la forma de vida que más se ajusta a este mundo (a pesar de considerarnos en la cúspide de la evolución darwineana) sigue siendo la misma que la que rigue el dominio animal salvaje: La Ley del más fuerte.
El absurdo nació de la necesidad de mostrar al mundo que el ser humano tiene capacidad para hablar, pero no para comunicarse. La palabra carece de sentido sometida al ridículo del existencialismo humano. Y tiene razón, nuestro círculo vicioso se configura en torno a esos ejes: alcanzar la cúspide del triunfo social e inventarnos millones de excusas capaces de hacer creer a los demás, e incluso a nosotros mismos, que somos unos santos.
En medio de esa vorágine ocurre lo inevitable: las palabras se desgastan y pierden valor. Yo siempre digo que los hechos tienen más peso que cualquier palabra pronunciable. Comunicarse es una cualidad propia del ser vivo. Comunicarse para transmitir la realidad interior de cada uno. ¡Cuántas veces habremos dicho te quiero o te odio sin sentirlo! ¿Bastarían los números infinitos para contar las veces que la humanidad ha mentido ocultándose en retórica demagógica? Todo empieza y acaba donde partió.
Seguimos acariciando el círculo.